He andado atareada este verano, no dentro de un edificio oficial maquinando triquiñuelas, sino abierta al universo virtual de las ideas y la palabra escrita. El sonido del teclado me ha acompañado durante muchas horas a lo largo de estos días, a veces precipitado y fluido y otras titubeante, guiado por unos dedos hinchados y perezosos que no eran los míos. Pido disculpas a la audiencia por tan largo lapsus de tiempo sin escribir, si es que alguien lo ha echado de menos, pero también me pido perdón a mí misma, y escucho en silencio la sentencia interior de culpabilidad sin habeas corpus ni solución de redención.
Dicho lo cual, me dispongo, como muchos días, a elaborar una larga y ambiciosa lista de tareas pendientes. Papel mojado que, al menos, utilizaré para establecer prioridades. La primera, este olvidado blog, medio y fin en sí mismo. Le seguirán trabajos anodinos de intendencia doméstica y el firme propósito de no caer en la desidia ni la ingravided ahora que es tarde y que todo está arrasado. La tormenta de verano dura ya mucho tiempo y está empezando a convertirse en el diluvio universal. Ya sólo queda un árbol centenario en este bosque oculto, tejados de granjas que habían pasado de padres a hijos durante generaciones han saltado por los aires y mis tierras son ahora un barrizal. Una frase para acabar estas líneas y empezaré a apilar los escombros para quemarlos.