Somos como piedras. Nacemos vulnerables, sumamente dependientes y lloramos mucho. Pero con el tiempo dejamos de llorar y empezamos a endurecernos hasta convertirnos en piedras. No es que nos hagamos más fuertes, simplemente más duros. Los más dóciles acaban erosionándose en sus capas superficiales por la acción continuada de agentes externos. Son más amables y adquieren formas caprichosas, pero no por eso pierden su esencia. Las piedras más duras, en cambio, resisten la erosión del día a día pero corren el riesgo de romperse en pedazos hasta hacerse gravilla y acabar con el corazón de piedra.
Cuando la lluvia y el viento son tan fuertes que pueden llegar a mover montañas, muchas se desprenden y se quedan por el camino, bloqueándolo. Con suerte, alguien las recogerá con palas y permanecerán sedimentadas al borde. Si aprenden a juntarse, las piedras son capaces de hacer grandes cosas: construyen catedrales, edificios, murallas, diques de abrigo, paseos marítimos, rellenan los huecos vacíos para afianzar estructuras y, las más afortunadas, vuelven a formar una nueva montaña.
Hay quienes siendo de aspecto rugoso y arisco, se deshacen en miles de partículas al contacto decidido de una mano y dejan de ser piedras. Esas manos no abundan, pero son también piedras que, tras un largo proceso de pulido, han conseguido deshacerse de lo innecesario, de las capas más superficiales, del miedo, del odio..., y se han convertido en piedras preciosas. Basta un fugaz rayo de luz para que esas piedras preciosas lo multipliquen y reflejen a su alrededor en cada pequeño giro. Aquellos que están en contacto con esas piedras preciosas son millonarios afortunados. Aunque no imposible, es difícil reconocerlas porque muchas se esconden detrás de una superficie petrificada color gris mate.
65 y coleando
Hace 4 años