Releo capítulos sueltos de El hombre que confundió a su mujer con un sombrero, de Oliver Sacks, un neurólogo inglés que plasma a lo largo de 300 páginas historias de sus pacientes “cuyas vidas y periplos tienen el don de lo fabuloso” y cuyos territorios se hallan entre el hecho real y la fábula mientras luchan por mantener su identidad en situaciones adversas.
El capítulo que da título al libro describe un trastorno llamado agnosia visual. Un distinguido músico, profesor de una escuela de música, empezó a no reconocer caras o a dar palmaditas a parquímetros creyéndolos alguno de sus alumnos. No había demencia, la vista era perfecta y registraba correctamente los datos, pero... no miraba ni entendía lo que veía como un todo. Confabulaba rasgos inexistentes y se perdía si no había pistas obvias. Un día, tras la consulta con el neurólogo, el profesor de música empezó a buscar su sombrero. Extendió la mano y cogió a su esposa por la cabeza intentando ponérsela. Ella –cuenta Sacks– parecía habituada a aquellas confusiones.
Muchas veces yo también confundo la realidad, pero con un zapato. Según pasan los años, vamos teniendo diferentes realidades, cada vez más grises, marrones y negras y con números más altos. Ahora, mi realidad está teñida de neutros oscuros, muy prácticos para combinar, pero tristes. Cuando la realidad aprieta y roza, provoca heridas que, si no se remedia, endurecen formando dolientes callos insensibles al tacto. Así, el zapato-realidad curte con el tiempo esos tiernos y pequeños apéndices de cuando éramos niños y que habían de ser los encargados de llevarnos allá donde quisiéramos. Los pies, en contacto directo con una realidad demasiado dura o de mala calidad, se deforman y, al final, duelen tanto que no queremos ir ya a ningún otro sitio y sólo nos sentimos a gusto en zapatillas de estar por casa.
Mañana iré descalza todo el día porque las realidades que guardo en el zapatero me hacen daño y me impedirían llegar allá donde quiero estar.
65 y coleando
Hace 4 años