Sede del HSBC en Ginebra (Foto: Efe) |
La amable carta de Hacienda remitida a los defraudadores en junio (el robo de una lista por parte de un empleado del banco abrió la caja de los truenos), sólo consiguió indiferencia de los remolones. La prepotencia, ya se sabe, no entiende de sutilezas. Ha sido necesario amenazar con una investigación para que el recuerdo de Al Capone sobrevuele el skyline ginebrino y recuperar así una pírrica parte de esas fortunas hasta ahora libres de impuestos.
Cuando se habla de productividad, el ojo excrutador mira siempre al señor trabajador que llamaba López de Arriortúa, asalariado por cuenta ajena que nada puede defraudar porque Hacienda controla hasta el más olvidado de sus ingresos anuales. Pero poco se mira la productividad de un dinero que le corresponde a Hacienda que, como muy bien tenemos aprendido, somos todos. Y menos aún se mira la productividad de unas clases adineradas, con fortunas amasadas o heredadas, pero siempre ocultas, crecidas al amparo de la globalización. Como ocurría en el cuento, prefieren guardar su tesoro en oscuras cajas de seguridad en lugar de hacerlo fluir hacia un tejido que, si es productivo, crea empleo.