Mi osteópata favorito me ha puesto hoy en solfa y lista para los calores del verano. Mis órganos funcionan en armonía, las ondas en mi cuerpo circulan libres de bloqueo y lo hacen de forma profunda y con fuerza. ¡Bien! Sin embargo, mis pies se resisten a fluir en ese columpio tranquilo que es ahora todo mi ser y mi estar. Quieren huir (cosa que no me extraña, después de todo un largo y frío invierno enfrascados en botas, lo que viene a ser embotados). Me ha recomendado que ande descalza por el bosque (¿yo en un bosque? prefiero muerte!), sin miedo a pisar charcos, barro, hojas secas,... Quien me conozca sabrá que no me ha convencido mucho. Lo curioso de todo esto es que, precisamente poco después, a mediodía, después de muchos años sin probarlos, tenía preparados unos pies de cerdo, un manjar sólo apto para comer en soledad o frente a alguien de muuuucha confianza. No creo que mi osteópata se refiriera a que me pusiera tibia a base de pies de cerdo, sino a que me reconciliara con la naturaleza, pero por algo se empieza. ¿Coincidencias vitales y paradigmáticas a lo Paul Auster? ¿Una simple casualidad? ¿Quieren decirme algo mis pies, o el cerdo mismo? ¿De lo que se come se cría? Ya lo pensaré mañana...
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